jueves, 11 de febrero de 2010

Juvenal Soto en Argentina - Presentación de libro "COMPAÑEROS DE VIAJE" - Sonetos y Fotografías - Juvenal Soto - 19 de febrero de 2010 , 22 hs. en Zamenhof 46 General Alvear





Nacido en 1954 en Málaga, Juvenal Soto ha publicado los siguientes libros de poesía:

- Ovidia. Editorial Rialp. Colec. Adonais. Madrid, 1976.
- Ephímera. Ediciones Litoral. Málaga, 1983.
- El hermoso corsario (Antología poética 1972-1986). Estudio y notas de Antonio Garrido Moraga. Colec. Puerta del Mar. Málaga, 1986.
- Fama de la ceniza. Ediciones Libertarias/Prodhufi. Colec. Los libros del Egoísta. Madrid, 1997.
- Paseo marítimo. Ediciones Hiperión. Colec. Poesía Hiperión. Madrid, 2002.
- Las horas perdidas. Ediciones Endymion. Colec. Endymion Poesía. Madrid, 2002.
- El cielo de septiembre. Almuzara Poesía. Córdoba, 2008.
- Compañeros de Viaje. Colecc. Las 4 Estaciones. Biblioteca de autores Malagueños Contemporáneos. Málaga, 2009

Asimismo, es autor de varios cuadernos y plaquettes:

- Una enorme cúpula de cristal. Ediciones Ángel Caffarena. Málaga, 1972.
- Canción para Kika. Ediciones Cero. Málaga 1974.
- Homenaje. Ediciones Ángel Caffarena. Málaga, 1986.
- Ceniza de la fama. Cuadernos del Centro Cultural de la Generación del 27. Málaga, 1994.
- Cuaderno de Bilmore. Ediciones Rafael Inglada. Colecc. Las Hojas del Matarife, nº 7. Málaga, 2001.
- Dioses de ahí abajo. Universidad de Málaga. Vicerrectorado de Cultura. Aula de Letras.
- Voces, dioses, cabras. Aula de Literatura José Cadalso, nº 114. Fundación Municipal de Cultura “Luis Ortega Brú”. San Roque. Cádiz, abril 2004.
- Un sueño en Reading (6 sonetos). Colecc. El hombre tranquilo. Madrid, 2007

Incluido en varias antologías de poesía y de prosa española contemporánea, parte de su obra poética ha sido traducida al inglés, francés, alemán, italiano y rumano. Está en posesión de varios premios y reconocimientos de ámbito nacional, entre los que cabe destacar:

- IX Premio de Poesía Ciudad de Córdoba-Ricardo Molina. Córdoba, 2001.
- III Premio de Poesía Aljabibe. Madrid, 2002.

obtenidos, respectivamente, por sus dos últimos libros publicados.

Como crítico literario, ha publicado numerosos artículos y reseñas sobre obras de autores españoles y extranjeros en diferentes diarios y revistas especializadas. En esta disciplina es autor de tres estudios publicados en volumen:

- La poesía española durante el franquismo. Revista Litoral. Málaga, 1976.
- ¡Bebed agua del Niágara!, estudio introductorio a Seis poemas inéditos de José María Hinojosa (Ediciones del Centro Cultural de la Generación del 27. Málaga, 1988).
- Antología de la joven poesía andaluza. En colaboración con Álvaro Salvador y Antonio Jiménez Millán. Revista Litoral. Málaga, 1983.
- Luis Martín Santos, la concepción total de la Novela. Sur Cultural. Málaga, 1989
- La tradición como vehículo de la modernidad. Universidad de Milán. Milán, 1990.

Coordinador del suplemento cultural del diario Sur, “Sur Cultural”, durante siete años, presentó y dirigió durante tres años (1989-1991) el programa de la Primera Cadena de RTVE Entre Líneas, específicamente dedicado al análisis y divulgación de la obra literaria de los principales escritores españoles y europeos.

Desde 1988 hasta 1991 fue el director del programa de divulgación literaria del Ayuntamiento de Málaga, Ciudad del Paraíso, un proyecto que comprendía la edición de una colección de poesía del mismo nombre -“acaso la más rigurosa y mejor presentada de cuantas se editan en España”, según afirmó la crítica del momento-, una revista de creación e investigación literaria y el ciclo de conferencias “Escribir en Europa”, en el que participaron personalidades tan relevantes como José Saramago, Juan Benet, Martin Walsser, Pascal Quignard, etc.

Ha sido crítico literario de Radio Nacional de España y de la sección cultural, “Raíces”, de El País Andalucía.

Durante doce años fue miembro de la Junta de Gobierno del Ateneo de Málaga, organizando durante ese tiempo doce cursos dedicados a analizar y estudiar la poesía española del siglo XX a través de los testimonios directos de los críticos literarios y de los poetas españoles.

Ha colaborado como columnista de opinión en diferentes diarios y revistas (Diario 16, El País, Cambio 16, Sol de España, Sur y La Opinión de Málaga), y el Ateneo de Málaga ha publicado una recopilación de sus artículos de opinión con el título de ¡Que les den candela! (Ateneo de Málaga. Colección Laberinto, nº 6. Málaga, 2003).

Actualmente es columnista de opinión en el diario El Mundo, director de relaciones Institucionales de la Fundación Manuel Alcántara, director del Taller de escritura Creativa de la Universidad de Málaga (UMA), dirige la Biblioteca de Autores Malagueños Contemporáneos que edita la Fundación Málaga, y el Aula de Literatura y Pensamiento Contemporáneos “Rafael Pérez Estrada”.

Como profesor invitado, ha impartido varios cursos sobre poesía española contemporánea en las siguientes universidades norteamericanas:
- Dickinson College, Pensilvania.
- Lebanon Valley, College, Pensilvania.
- Hollins University, Virginia.

Texto extraido de El cielo de septiembre (Edit. Almuzara, Córdoba 2008)
Lector de Homero

“Todos los días son iguales”
Sobre la naturaleza.
Heráclito

Antonio, amigo mío:

He imaginado que el correo deja un libro en casa de un lector de
Homero -desconozco la fecha. Sospecho que el tiempo es una dimensión
plana en la que no existen fechas, en la que todos los acontecimientos
ocurren a la vez-. El lector de Homero está convencido de que los
escritores, la totalidad de los escritores, son uno, y de que ese único escritor
es Homero. Ha leído la Ilíada y la Odisea -la Ilíada, según él, es un texto
preparatorio; la Odisea, sostiene el lector de Homero, no es un texto, es El
Texto- y ha llegado a la conclusión de que la literatura es la historia de un
regreso. Algunos conquistan una ciudad para, tras conquistarla, buscar un
sitio adonde volver. Otros solamente vuelven, saben que el viaje es un
retorno. Unos y otros ignoran que únicamente existe el camino de vuelta,
que el camino de vuelta es el lugar del que partieron y al que están
condenados a retornar una y otra vez, que el destino no es un lugar sino una
forma de buscarlo, que su viaje hacia el destino es verdaderamente el único
destino.

El lector de Homero abre el libro que el correo dejó en su casa.
Descubre, a primera vista, que se trata de prosa. Lee en la sobrecubierta de
la contraportada la palabra novelas, escrita así, en plural. Descubre más: el
libro le ha sido dedicado a él, lector de Homero, por el propio Homero, que
en este libro usa otro nombre. Antonio es ese nombre. Con tinta azul,
escrita con rotulador, la dedicatoria se extiende ante sus ojos distribuida en
nueve renglones: “Para/ [...] las/ melancolías y las/ armas para matarlas,/
las primaveras y esta/ lluvia de palabras./ Con la amistad/ de/ Antonio”.
Los puntos suspensivos de la dedicatoria que reproduzco no son tales en el
original; en vez de puntos, ahí está escrito un nombre, el del lector de
Homero, pero puesto que este hombre sabe que todos los escritores son
uno, el mismo, ¿por qué todos los lectores no han de ser también uno, el
mismo, el lector de Homero, que, a su vez, también se llama Homero? El
lector del poeta ciego no duda la respuesta a esta interrogación: Homero es
un hombre que escribe para Homero. El lector de Homero es Homero.

Salvo Butler, que perpetró cierta malicia según la cual el ciego de
Grecia era una mujer que vio los rostros de quienes le contaron la historia de Troya que escribiría ella, todos o casi todos, en algún momento de
nuestras vidas, hemos creído adivinar la imposibilidad de un Homero
único, la verosimilitud de un Homero múltiple. Que yo sepa, hasta ahora
nadie había imaginado la posibilidad de un único lector diverso, la
contingencia de un sólo lector que, sin saberlo él ni el resto de los lectores
que constituyen su diversidad, es muchos hombres dedicados a la misma
tarea: leer al único escritor que, a su vez, es muchos escritores. Lo terrible
está por venir, viene ahora: ese lector único y múltiple es también el único
y múltiple escritor. Me inquieta y al mismo tiempo me sosiega la idea de
alguien, que es muchos, escribiendo para alguien que es una multitud. Me
aterroriza, sin embargo, la conjetura de que éste y aquél sean el mismo, ese
alguien que escribe una y otra vez la misma historia para leerla sólo él una
vez y otra.

Este ardid, amigo mío, será posible porque doy por hecho, o creo
muy probable, que el tiempo sea una dimensión carente de profundidad, en
la que los acontecimientos se producen simultáneamente -la teoría de
conjuntos de Cantor me permite aventurar que así ha de ser-, o una insidia
que permite el holocausto de toda creación, incluso de la creación literaria,
de la que, como sabes, deviene el resto de lo creado, incluso la creación del
mundo. ¿Te lo imaginas? Un sólo escritor escribe una sola historia para un
sólo lector, y ambos, lector y escritor, son la misma persona. ¿Reducida a
qué queda la creación? ¿Sientes ahora tanto pánico como yo? Continúa
imaginando y, como yo, alcanzarás seguramente la cota del pavor: Dios, El
Verbo, crea el mundo para los hombres -Butler tal vez asegure que para las
mujeres-, pero Dios y los hombres son un único ser y al mismo tiempo.
¿Dónde hallaremos el principio, cuando sólo era El Verbo, y dónde el final,
cuando aparecen los hombres, si Hombre y Verbo son simultáneos y son lo
mismo? ¿Tienes tú respuesta para mi pregunta -te planteo varias preguntas,
pero estoy convencido de que te has dado cuenta de que la pregunta es, otra
vez, única y múltiple-? ¿La tienes? Yo tengo una respuesta, y temo que sea
la única respuesta. La nada es mi respuesta.



El lector de Homero corrobora que el libro que le ha dejado el correo
narra la historia de Ulises: un hombre participa en la conquista de Troya -
nace- y decide volver a su casa en compañía de otros hombres -vive-. Los
avatares del camino le inducen a creer que la vida es un retorno y que a su
llegada -sabe que llegará, todos llegamos- le aguarda una mujer, dedicada
durante la espera a jugar, enredándola y desenredándola, con una madeja de
lana -la muerte-. Ya en casa, Ulises abraza a la mujer y llora. Homero, en el
libro que lee el lector de Homero, escribe así el llanto de Ulises: “Ahora soy yo quien sirve de cuerpo al tiempo./ Mías son las arterias por donde
corren los recuerdos/ Todos esos canales que ahora vienen a desembocar en
mí,/ en este estanque, este lago ya sin forma de la memoria./ Aquellos seres
junto a los que viví,/ a los que miré y hablé./ Viven en mí, soy yo, todos
ellos soy yo./ Tengo su aliento, como ellos,/ en cualquier lugar del mundo
en el que estén,/ tienen el mío./ El aliento de quienes fuimos./ Soy yo el que
los mira y les habla,/ el que oye hablar a esas imágenes sin cuerpo,/ esa
nada que tantos no ven y en la que no creen./ Son ellos, me recorren, se
manifiestan y huyen dejando una estela vaporosa./ Aquí están.”

El lector de Homero no comparte la escisión que en la literatura
provocan los llamados géneros literarios. Junto a la lámpara que ilumina
sus noches de insomne, ha creído sorprender muchas veces al verso
encubierto en la línea -sometida, en cualquier caso, al límite impuesto por
el papel- que se alarga según el canon al que la sujeta la prosa. Ha
imaginado una línea infinita, o casi, dibujada por todas las palabras
escritas, un horizonte de palabras que, como el horizonte del mundo, se
comba y envuelve al propio mundo hasta hacer de éste algo cuya forma
adivinamos porque la insinúan las palabras. Una de esas noches, apagó la
lámpara y dejó que tan sólo la luz de las palabras iluminara al mundo: ahí,
resplandecientes como nunca antes, estaban los árboles; ahí, alumbrado por
millones de palabras, el mar era una lámina de basalto bajo la que notó el
bullir de las mareas, que no eran ya el latido del mar sino el torrente de las
palabras; y ahí el salto de un pez alado que disputaba con las aves marinas
la propiedad del cielo. Ahí estaba el mundo apagado, por más que la noche
fuese en aquella ocasión el fulgor deslumbrante de las palabras.

Otra noche, cerró los libros, todos los libros de su casa, y encendió
las luces, todas las luces del mundo. Nada le resultó conocido, ni siquiera el
escritorio en el que unos folios en blanco aguardaban la tinta que les diese
vida, nombres, palabras. Aquel mundo iluminado sucumbía ante las
tinieblas de un espacio absolutamente vacío, ágrafo, incapaz de nombrar o
ser nombrado y, por lo tanto, existente en la nada. Ahí está el mundo -se
dijo aquella noche-, pero no sé de qué mundo se trata. Tampoco sé si es ése
el mundo, puesto que nada ni a nadie puedo nombrar. Frente a mí hay algo
que no conozco y que me es imposible conocer, luego la nada no es el
vacío absoluto sino la imposibilidad del conocimiento. Y la nada, repleta de
luces, de objetos, de personas, dibujó otra línea del horizonte, un horizonte
que, esta vez, trazaba el filo y el comienzo de la nada. El horizonte de la
nada también era la nada. Apagó las luces del mundo y abrió un libro, el
libro que el correo le había dejado en su casa, leyó: “... por mi lado pasan
los rostros,/ las sombras de aquellos que ya sólo son sombras, nombres./
Los noto entrar en mí, salir,/ atravesarme como si yo fuese un campo abierto,/ una casa sin paredes./ Una oquedad por la que ellos,/ con sus
labios que ya no son labios,/ con sus caras que ya casi sólo son imaginación
y humo,/vienen y se van, despacio, sin ruido...” El lector de Homero leyó
las palabras escritas por Homero -hablo de este Homero, el de ahora en ese
libro-, y el mundo, conforme transcurría la lectura, era, de nuevo, un viaje a
Ítaca, un retorno. El lector de Homero supo entonces que el verdadero viaje
de Ulises nunca tuvo llegada ni partida: el viajero que llamamos Ulises era,
en realidad, un viaje, el único viaje. Ulises partió desde Troya para llegar a
Ítaca, según el relato que la mayoría de los hombres atribuyen a Homero,
pero Homero nos contó otra historia: Ulises partió de Ulises para llegar a
Ulises -en el camino descubriría que el comienzo y el fin son la misma
cosa-, porque la llegada es siempre el punto de partida.

Otro ciego, también poeta, J. L. Borges -descendiente de Isidoro
Suárez, que acometiera la carga de caballería en la llanura de Junín-, quiere
leer en la historia de Simbad, marino en las noches del califa de Bagdad, la
versión árabe de la Odisea. La aventura de Simbad, sin embargo, es sólo
eso: aventura. Ulises -sostiene este otro ciego que reconoce a la Odisea
como su propósito y lo llama para sí Historia universal de la infamia-
también navega, pero, créeme, Antonio, que sus aguas son un mar hecho de
tiempo y su aventura es esta otra: comprobar que la madeja de lana con la
que Penélope teje y desteje, para tejer y destejer su espera, sigue intacta, tal
y como el propio Ulises la vio aún sin haber conquistado Troya. Así detuvo
el tiempo Homero en su relato, y, puesto que nada transcurre porque todo
es a un solo tiempo, igualmente podremos concluir que vida y muerte son
un mismo acto, sin que entre ésa y ésta sucedan otras cosas que el todo y la
nada. Ni el antes ni el después: el ahora, un instante infinito que contiene
todos los instantes y ninguno. Tú mismo lo has escrito: “Transparentes, nos
dijeron,/ como se le puede decir al barro,/ que debíamos ser transparentes./
Esta materia, esta viscosidad opaca, densa,/ que somos y no acabamos de
conocer,/ esta materia que sólo se sostiene,/ que sólo vive de penumbras,/
persiguiendo siempre la luz, desde lejos,/ sin saber cómo, persiguiendo la
luz/ como se persigue a un asesino,/ con perros, corriendo por el pantano.”
Transparentes, o sea: nada antes ni después de nosotros, los que no
estamos, porque, transparentes, nadie nos puede ver.




Leyendo el libro que el correo ha puesto en sus manos, el lector de
Homero -o sea, tú, Antonio, y yo y el propio Homero- repasa mentalmente
el relato que otros y él mismo llaman Historia. Infiere, de las pequeñas
historias que determinan la vastedad grandilocuente y confusa de la Historia, que Homero no es tanto un nombre propio como sí un concepto
abusivo. Homérica le resulta la Historia, homérico su protagonista -tan
debatido por las doctrinas diferentes dedicadas a descubrirlo- y al
descomunal abismo de lo homérico habrá de ser atribuida la autoría de esta
carta que yo, amigo mío, te escribo porque tú me envías un libro tuyo:
Homero escribe para Homero a propósito de un libro de Homero. Un
exceso que me agobia y excita tanto o más que el medio elegido para
perpetrarlo. El medio, Antonio, las palabras que tú y yo utilizamos -tú en tu
libro, yo en mi carta- no porque estén ahí para que ambos podamos
disponer de ellas a nuestro antojo, sino porque están aquí, en lo escrito, en
todo lo escrito, y ese aquí es un monstruo que nace, muere y renace sin que
nadie pueda controlar sus ciclos vitales. Las palabras, madres de la
literatura, son hijas de Homero y son, además, el medio -el tuyo, el mío, el
de tantos otros- para reescribir lo que fue escrito. Temo que la literatura sea
homérica, temo, vuelvo a decírtelo, que reescribimos las mismas palabras
sobre los renglones de un libro ya escrito: “No temas al dolor,/ todo es hijo
del equilibrio/ y ni siquiera la hoja más débil/ de un árbol cae de su rama/
sin que su caída retumbe/ hasta el otro extremo del universo.” ¿Somos
nosotros las débiles hojas que caen haciendo retumbar al universo, o es el
universo el que retumba haciéndonos caer a nosotros? Contéstame, amigo
mío. Ésa es la angustia que me mata.

El lector de Homero ha leído el libro que tú le enviaste. Construye
sus versos sobre lo que fue tu prosa y sabe que serán leídos por ti y por
otros, pues en realidad esta carta es quizás una extensa y seguramente
farragosa meditación sobre un tipo de escritura que consideramos literaria
como sinónimo de sublime; una meditación, decía, destinada a ser
compartida, aunque posiblemente no aceptada, por la mayoría de quienes la
lean. Unos pensaran que es un ocaso -el de la propia literatura-; otros, que
es una arrogancia -todos, según muchos, somos hijos de Dios, pero
semejante parentesco, al parecer, no es un acto de soberbia divina-; los más
pueden tenerla por una enajenación pretenciosa. Con estos últimos estaré
de acuerdo, porque precisamente eso he querido: enajenarle a Homero lo
que es suyo para hacerlo mío y tuyo y de tantos más; enajenarte a ti lo que
era tuyo para hacerlo de Homero y mío y de tantos otros, incluido tú
mismo, Antonio; enajenar lo mío -esta carta- para hacerlo tuyo y de
Homero y de todos, puesto que tú y yo y los demás somos Homero y él
también lo es porque todos formamos parte de ese ser y de sus palabras,
que son tan tuyas y suyas como mías y nuestras.

El lector de Homero leerá otros libros que, como éste, serán el
mismo, y otra lluvia -quizás también sea ésa que hoy y ayer y mañana
empapa la tierra- probablemente le salpicará el rostro cuando, al amanecer, abra las ventanas de su casa para que la luz de las tinieblas penetre
iluminando lo que ya tiene nombre. El día transcurrirá en el tráfago de los
que compran y venden y vuelven a comprar para vender, y a la noche, con
todas las lámparas encendidas, recibirá más noticias de Ítaca: nuevas cartas
que el correo habrá dejado en su buzón, los periódicos, libros en los que
Homero habla de viajes a la luna, o de aquel sueño que Marco Polo -es
decir, el Ulises que Homero quiso ser para una Ítaca que se pretendió
Venecia- acometiera al escribir no el Libro de las maravillas sino la
maravilla de un libro ya escrito y ya leído, como esta carta que Homero -es
decir, yo- escribe para Homero -es decir, tú- porque ambos -es decir, él-
ahora sabemos, ya para siempre, que todas las palabras son una, la misma,
ésta: Ítaca.




El destino, Antonio, no es un lugar, es una forma de buscarlo. Y
puesto que Heráclito proclamaba el tedio infinito de las horas y los días
sucesivos e iguales, qué o quién podrá impedirme suprimir el plural -ni
horas ni días: la hora, el día-, erradicar la continuidad hasta detenerlo todo
en el instante: todos los instantes son iguales. ¿Todos, iguales? ¿Por qué no
un solo instante, el único, en el que todo acontece a la vez? No estoy
negando el movimiento, sino la sucesión del movimiento. No estoy
negando tu libro ni esta carta, Antonio, pero sí afirmo que ambos fueron
escritos al mismo tiempo y por la misma persona: su destinatario, el
destinatario: “Todo son espejos,/ [...] no lo queremos aceptar,/ corremos,
vamos de un lado a otro, soñamos,/ pero estamos ahí dentro, soñando/ que
estamos fuera,/ que tenemos voluntad/ y somos nosotros/ los que nos
asomamos a los espejos/ y hacemos que esas figuras/ sin vida se muevan/
en un sentido o en otro,/ y no al revés,/ que somos una ilusión,/ el reflejo de
lo que no conocemos.”

Un compatriota del ciego argentino emparentado con aquel Suárez -
caballero en Junín-, ha querido interpretar a Heráclito, paralizando él
también la sucesión del movimiento, en esta breve prosa: “Cohabito con un
oscuro animal. Lo que hago de día, de noche me lo come. Lo que hago de
noche, de día me lo come. Lo único que no me come es la memoria. Se
encarniza en palpar hasta el más chico de mis errores y mis miedos. No lo
dejo dormir. Soy su oscuro animal.”

La unidad -abrumadora y atosigante, tan diversa y tan repleta de
quietud en movimiento-, esta unidad en la que todos somos uno y uno es
todo lo que hacemos, debiera llevarme a consumar cuanto hasta aquí he imaginado: el lector de Homero no volverá a escribir, es posible que ni
siquiera despache una carta con la que decidió compensar al amigo que le
enviara un libro. Admite que todo ha sido ya escrito y que todo está por
escribir, desea que algo, por fin, comience y algo concluya por fin, pese a
que no ignora la imposibilidad de este deseo suyo.

Nuestro lector -evidentemente es nuestro- abre el libro que el correo
dejó en su casa, descubre que se trata de prosa, lee la palabra novelas,
reconoce su nombre escrito en la dedicatoria: “Para/ [...] las melancolías y
las/ armas para matarlas,/ las primaveras y esta/ lluvia de palabras./ Con la
amistad/ de/ Homero”. Sonríe. Sabe que todos los días son iguales y que
ese aparente hallazgo no es más que una obviedad casi grosera: veinticuatro
horas de sesenta minutos de sesenta segundos, y así un día tras otro. Hoy
igual que ayer, ayer igual que mañana. ¿Cuándo escribió Homero -se
pregunta- esa dedicatoria para él? ¿Ayer, mañana, hoy? ¿Cuándo habrá
leído él, leerá, está leyendo, esa dedicatoria? Nuestro lector está
convencido de que los escritores, la totalidad de los escritores, son uno, y
de que ese uno es Antonio y es Homero y es tantos más. Pero yo, amigo
mío, no sé si llegaré a escribir esta carta, porque tampoco sé si tú y yo y
otros muchos formamos parte de algo o de alguien que escribe, en este
mismo momento, la Odisea. Alguien o algo temible; tanto, que su destino
depende del nuestro, así como nosotros dependemos de su destino. Ítaca,
Antonio, somos nosotros mismos, un retorno, el viaje de vuelta al lugar del
que jamás partimos.




He imaginado, o sospecho que imagino, lo que sigue: un lector
espera un libro para escribir una carta, pero alguien o algo espera la carta
para escribir ese libro. Dime si es eso la literatura. Dime más: ¿es un envío,
o es un regreso? Yo te digo que no es cábala ni nostalgia, sino tiempo y
paradoja, espiritismo y melancolía, la nada como única respuesta.


Te abrazo, amigo mío


P. D.

Los versos escritos en esta carta como tales, no lo son, aunque nada ni nadie
prohíbe que lo sean; forman parte de la prosa de una novela, El espiritista melancólico,
de Antonio Soler. ¿Que nos impide fabular, sin embargo, que Soler concibiera sus
palabras para la poesía y que luego alguien, no sé quién, considerase que la prosa era su destino impreso? De hecho, todos o casi todos hemos visto y leído ediciones de la Ilíada
y la Odisea en prosa, cuando la tradición nos asegura que Homero era un poeta y que
ambos textos son dos extensos poemas. Tal vez sean un solo poema, aún más extenso,
que nos ha llegado en su actual dualidad porque otro alguien, cuya identidad también
ignoro, así lo quiso, al margen, seguramente, de los deseos del propio Homero.

Transcribo, asimismo, en esta carta una prosa entrecomillada en la que su autor
habla de un “oscuro animal”. Juan Gelman es el autor de esas palabras, que no son prosa
sino versos; los versos de un poema titulado “El animal”.

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